En el verano de 1995, estuve trabajando como educador en un centro para personas con discapacidad. En una de las salas del edificio me encontré por casualidad con dos murales.
De inmediato me sentí atraído por sus intensos y vivos colores, por la fuerza y expresividad de cada una de las formas, seres y objetos que habitaban en esas dos enormes obras. Al acercarme un poco más pude comprobar que cada mural pertenecía a un autor distinto. En uno de los murales estaba la firma de Rafael Aguilera y en el otro la de Isabel Jurado.
Días más tarde, pude enterarme de que los autores de los murales eran una pareja de pintores, que venían cada semana, (lo hacían desde años), a impartir un taller de pintura a un grupo de usuarios del centro.
Tiempo después cambié de trabajo y de domicilio. Mi interés por la pintura seguía muy vivo y, alguien me habló de una pareja de pintores que impartían clases de grabado en su propia casa y, allí me dirigí.
Al frente de la casa-taller estaban Isabel Jurado y Rafael Aguilera. Ellos no me conocían, pero yo sí a ellos gracias a sus pinturas. Al entrar en el taller, tuve al instante la misma sensación de tiempo atrás, yo delante de aquellos inmensos murales y, casi en ese mismo momento quise empezar a tomar las primeras clases.
Recuerdo que el estudio era (aún hoy sigue siendo) como una extensión de sus desbordantes personalidades artísticas, casi como si el espacio mismo fuera ya una obra de arte. Todo un zoológico de animales de juguete, máscaras de cartón, maniquíes, muñecas de porcelana, bustos nos contemplaban en silencio mientras trabajábamos.
En el tiempo que estuve junto a Isabel y Rafael en su taller, pude observar como acudían a visitarlos personas muy diversas, jóvenes y mayores, cada cual con inquietudes y propuestas muy distintas. A veces pasaban simplemente a saludar, a mostrarles algún trabajo recién terminado, a pedirles consejo o para resolver dudas sobre qué material y/o técnica emplear. No era de extrañar que eso sucediera ya que poseían (y poseen) una habilidad unánimemente reconocida y un sobresaliente dominio de técnicas de la pintura algo ya olvidadas como, el temple y la pintura al óleo, la acuarela, el dibujo con lápices de colores y el grabado.
A mí me llevó allí la pasión por la pintura que convivía estrechamente con la del cine, y fue en ese taller de estos pintores donde comenzó a despertar en mí la necesidad de relacionar ambas pasiones, pintura-cine; formas distintas de llegar al conocimiento de una posible verdad.
En determinado momento, llevé conmigo una pequeña cámara de vídeo y, sin moverme de mi sitio fui grabando de manera casi clandestina, todo lo que en el taller iba sucediendo. Esas grabaciones, que por desgracia hoy no conservo, fueron unos primeros bocetos sobre la incansable y entusiasta labor de unos pintores asombrosos, empeñados en transmitir sin límites, todo su saber y oficio a un grupo de inquietos y ávidos aprendices.
Después a lo largo de los años, hubo varios intentos, de querer construir una película en torno a ellos, pero ninguno de nuestros encuentros fructificaba, hasta que, en septiembre de 2015 coincidí con Iván, el hijo de los pintores, que me contó del duro y lento trabajo de inventariado y catalogación que venía realizando desde hace un tiempo.
De ese empeño suyo en querer sacar a la luz unas obras que dormían en habitaciones oscuras desde hace ya muchos años, vino de nuevo el impulso necesario para intentar hacer nuestra película.
Isidro Sánchez
Marzo 2019