Manolo no sabe su edad. Deambula por la residencia de ancianos en la que acaba de ingresar sin prestar atención a lo que le rodea. Su imaginación le basta para recorrer los olivares que lo vieron trabajar o levantar su carretilla en busca de leña. En este retrato lagunar y esquivo del final de una vida (y también de una olvidada herencia del anarquismo andaluz), no hay distinción entre presencia y evasión, vida y muerte. El cine también es viejo y sabe bien que todo ello forma parte de sí mismo.